sábado, 20 de septiembre de 2008

LA MADRE

Para Enrique

Vieron el cadáver. Alguna mosca se le posó en la nariz. Él quiso decirle algo; la boca no lo dejó hablar. Ella giró la cara al otro lado, con prisa, como esquivando la mosca; cuando bajó la cabeza, la saliva estalló en un rincón.

―A ver, digan ―dijo el secretario. El murmullo crecía. Y todos se miraban. Ella cruzó los brazos y miró al frente.

Pero nadie escuchaba su silencio.

―Por favor señoras y señores, si alguien lo conoce, que lo diga.

Ninguna de las voces era tan grande como su silencio, ni siquiera todas las voces eran mayores que su solo silencio. Y él la miró desde abajo, casi rogando, con la vista alzada. Ella pareció no saber que un hombre, sus restos, estaba presente, muerto, tendido en el petate, tirado en el suelo. Cosa y no persona. Un hombre, un hijo de mujer, de madre, muerto.

―¡Verga! –dijo uno―. Le dieron un balazo en la mera frente. Hasta parece que lo balearon maneado.

―Se lo merecía ―y lo miró la vecina―.

Dicen que el cabrón era un hijo de siete chingadas, que apenas a su madre respetaba. ¡Qué bueno que lo mataron! Seguro que fue rezando en misa…

―Sí tú ―dijo otra―. Pero aunque haya sido maleante era cristiano, y a una madre siempre le duelen los hijos, y más si se los matan. Si a mí me lo hubieran matado, me dolería hasta el plan del alma.

―Sí, pues―concedió. De menos era venir a levantarlo y enterrarlo, aunque no le rezara, como a cualquier animal.

Él casi imploraba. Y no sabía qué era más terrible, el dolor o el llanto contenido.

―Por favor, señores, si alguien sabe algo que lo diga ―Y sacaba su pañuelo el secretario. La calor de media mañana en los días de mayo es sofocante.

Él tironeó su vestido. Ella era piedra; los restos de saliva en sus labios se secaron. Y como si todos estuvieran concertados hicieron el silencio. Silencio.

―¡Silencio! ―gritó el secretario. Y recomenzó el murmullo. ―Señores, si nadie lo reclama lo espera la fosa común, y sin la bendición del cura. Por favor. Además, piensen en la disfama… 

Ella dio la vuelta y enfiló hacia la entrada para salir. Él se le pegó. Cuando ella traspuso la puerta volvió a escupir sobre sus pies.

―Pendejo. ¡Qué bueno que lo mataron! Si se dejó matar es porque era muy pendejo. ¡Qué bueno que se lo cargó la pelada! Y quiso volver a escupir; y fue apenas el chasquido.

Él se restregó los ojos con los puños. No sabía llorar. A los diez años ya no se sabe llorar. Quiso volver a jalarle la ropa, mas ya se alejaba con paso rápido. El gentío se amontonaba ante el cadáver y apenas pudo verlo. No supo llorar. Hizo fuerzas, escupió y corrió para alcanzarla.

―¡Ay, mi hermanito, que me lo mataron! –iba a decir cuando su madre lo jaló.

―Y tú también ―le dijo sin gritar―, no me recalientes, ni te hagas pendejo, que no estoy de humor.

2003

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