jueves, 2 de octubre de 2008

PRIMERA LLUVIA

Para Ana Belén y Luis Eduardo

Estoy a punto de dormir y comienza la lluvia. ¿Será el calor? ¿Será el deseo de refrescarme? He de estar soñando que llueve. Sueño que llueve. Llueve. Dentro de un rato he de refrescarme y a la chingada el calor. Ojalá y no sea un sueño. Es la primera lluvia de mayo, la primera de la temporada.

En medio de la cama me muevo. Pienso en apagar el ventilador en cuanto refresque lo suficiente para no sentir tanto calor. La piel me escoce, me pica. El aire del ventilador no me produce frescura. El caset no se ha terminado, la música sigue. No la distingo, he de haber puesto bajito el volumen. No alcanzo a distinguir la música. Parece decir mi nombre. Mi nombre. Eduardo. Eduardo. Eduardo. ¡Dioses! ¿Es la música? No, parece que no. Es la voz de mi madre. Mi madre me llama. La voz se acerca. No grita, se acerca y me nombra. Eduardo. Esto ya lo soñé, esto ya lo he vivido. Y despierto.

Llueve. Llueve con fuerza. Como si se vaciara el cielo. Es cierto, llueve y el calor pronto ha de desaparecer. ¡Qué bueno! Ya hacía falta. Aparece mi madre en la puerta. Eduardo, está lloviendo, dice. Y la escucho con nitidez, cercana. Ya he soñado esto, ya lo viví. Entonces despierto a plenitud. Me levanto corriendo. Espero ver a mi madre con una pala en cada mano, ofreciéndome una. Ya sé lo que sigue: tomaremos una pala cada quien e iremos a la puerta de entrada a cerrarle con arena y tierra el paso al agua para que no entre, para que no se meta a la casa, para que no la inunde. Eso ya lo viví. Hace más de treinta años, pienso. Eso ya lo hicimos, pienso. 

La mercancía se está mojando, dice mi madre. Y ahora sí despierto de verdad. Corro a guardar la mercancía, las servilletas, el papel de baño… siempre están en un lugar donde se mojan. Ponte esta toalla en la cabeza para que no te mojes, dice mi madre. ¡Ay, mamá! Con esta lluvia esa toalla no sirve para nada, le respondo. Mi madre me coloca la toalla en la cabeza. Las servilletas y el papel de baño, dice, quítalos de allí porque se van a mojar. Y corro hacia arriba. El viento está furioso y la lluvia es cruenta. Mi madre baja a impedir que el agua inunde su habitación y la de los niños, sus nietos.

En menos de un minuto llego a la parte de arriba, al nivel de la calle. Subo las escaleras y enciendo la luz y veo inundada una parte de la cocina. Maldigo esta mala construcción. Insulto la ocurrencia de mi padre de construir a la ligera. Pienso en lo estúpido que resulta tener un negocio sin paredes, delimitado sólo con rejas metálicas. Y más ahora que el agua entra por todos lados. En el piso flotan las fotos de Ramiro en España. Se las ha traído Salva a mi madre en la tarde. Saluda desde algún jodido lugar, y extraño. Viaja por España mientras la casa de su madre se inunda, pienso. Y me enfurezco.

Sigo maldiciendo mientras camino hacia el frente, hacia la calle. ¡Mierda! ¡El agua está mojando las revistas! ¡Mierda! Y dejo para después el papel de baño y las servilletas. Me apresuro a retirar de la acción del agua algunas revistas mojadas. No había pensado en ellas como víctimas de este diluvio. Mi padre estacionó su camioneta demasiado cerca de la reja y el chorro que cae sobre ella rebota hasta mojar las revistas. Casi olvido maldecir, mientras retiro las revistas y recuerdo las palabras de mi padre: Trabajo para ustedes. No quiero nada para mí. Todo es para ustedes. Y la furia me acelera las ideas. Por fortuna son pocas las revistas apenas mojadas, pero hay que salvarlas todas. Mejor las quito, mejor evito el daño posible. Veo también los bultos de maíz abajo del revistero, mojándose. Siguen estos, me ordeno en tanto me apresuro a retirar las revistas.

Trabajo para ustedes, dice mi padre para justificar no sé qué. Y nunca arregla nada, nunca hace nada bien, todo a medias. Y todo resulta dañado. Está en mi mente esa frase del caldo y las albóndigas. Decido ya no maldecir, mas sigo enfurecido. ¿Por qué dejaría la camioneta en ese lugar precisamente? ¿Por qué no cubriría con láminas toda la parte de enfrente? Iba a seguir porqueteando al momento de jalar el primer bulto de maíz hacia un lugar seco, pero me detengo. ¡Mierda!, exclamo. No lo puedo contener. Acomodo el segundo bulto y corro hacia la esquina, a por el papel, las servilletas. Y el agua se esmera. Golpea. El viento la mete. ¡Pinche agua! Ya está cayendo sobre la mercancía. Lo bueno es que lo único dañable son las benditas servilletas y el bendito papel de baño. Al rescate, Eduardito, me digo. Y todas las ideas para resolver en tres segundos y para siempre esta situación repetida cada año se emborucan en el cerebro. Permanece la rabia. La rabia. Me apuro a retirar del chorro los paquetes. Mi madre allá abajo ha de estar pasándoselas negras. ¿De qué estará hecha mi madre que no se cansa de esta situación? Cada año es lo mismo. Basta con reparar, con construir mejor. Pero parece que este negocio no deja dinero. No produce. O sí, sí produce, pero todo se va antes de ser ganancia. Mi madre a todos socorre, a todos ayuda. Se esmera en ayudar a los otros. Es generosa tu madre, no hay otra como ella, me dicen a cada rato. Pues sí, es muy buena gente y toda la cosa, pero cuando llueve su casa se inunda. Y entonces nadie dice esta boca es mía. ¡Mierda!

He terminado de poner a salvo la mercancía. Me sosiego tantito. Busco mi toalla para regresar abajo y ver qué falta por hacer. Apago las luces y desciendo. Paso frente a mi dormitorio y noto disminuida la lluvia y desaparecido el viento. Ojalá y el aire nada haya mojado dentro. Voy a con mi madre. En un ratito ha parado de llover. Alzo la vista y miro las nubes moviéndose hacia el poniente. Ya no llueve. Mi madre está terminando de secar el piso. Le informo de la situación. Sólo cae el agua a chorros por los desagües de los techos. Ya no llueve. Unos minutos llovió, apenas unos minutitos. Cuando le entero a mi madre la situación de la revista a punto de arruinarse, musita algo así como ya se lo he dicho a tu padre. Pero a mi padre no le preocupa, y lo recuerda y calla. Yo también callo, digo otra cosa. Pienso otra cosa.

Me he sosegado. Es inevitable, es normal, esto pasa cada año. Y hasta la idea de apelar a la solidaridad de hermanos, tíos, primos y demás parientes aduladores de mi madre para buscar apoyo y solucionar esta situación se ha ido. Ya no pienso en ella. Me conformo con saber que ya no llueve, que sólo los tubos de los desagües en los techos siguen chorreando. Me despido de mi madre y voy a dormir. Mi madre debe levantarse temprano, y ya son las dos de la mañana. Noto el calor exacerbado. ¿Cómo no?, pienso, si nomás llovió unos minutos, tal vez diez o quince. Seguro se ha de alborotar la zancudera. Ni modos, así es esto. Lo bueno es que ya se quitó, que ya no llueve. Ojalá ahora sí refresque y pueda dormir a gusto, fresquecito y a gusto. Sí, lo bueno es que ya no llueve y ya no habrá daños. Lo malo es que es la primera lluvia.

(Cuajinicuilapa de Santa María, Gro., 27 de mayo de 2004, 3:14 A. M.)

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