(Silva)
la vigilante luna
domina colina y corriente y ola y duna
y ha visto marchitarse a muchas bellas:
pasan y pasan, sin que le importe adónde
William Faulkner
Alzar la vista y encontrar la luna,
y ser la luna un agujero blanco
en medio de los cielos
que asombra la mirada con su luz
brillante y que sus sombras disimula,
pero no sombras son sino son mares,
cráteres, lagos, montes que aparecen
poco a poco si la mirada insiste
y permanece fija
horadando la luz y distinguiendo,
porque la luz enciega
en tanto el ojo no asimile la energía
y la decodifique y codifique
para habituarse a ella
y limitar lo oscuro de lo blanco
y acomodar el mapa de la luna:
es el Cráter Copernicus botón
de granos diminutos –macho y hembra–;
es el Mar de las Lluvias alto pétalo;
Océano de las Tormentas, ala,
y su ala opuesta el Mar de los Vapores;
Mar de las Nubes, Mar de la Humedad,
los pétalos más bajos.
Es una rosa oscura
como la sangre oscura
la faze de la luna que miramos,
es del amor el rostro que no teme
dejar de ser auténtico y devoto
de sí mismo, para otro convertirse,
el que la amada acepte,
el que cumpla los sueños que le impone
aunque su sueño en blanco día abandone.
Mas la mirada del amante no penetra
la brillante armadura de la amada:
el juego de la luz en sombra ignora,
los rasgos de sus fases
son el liso metal de sus espejos
y en ellos ha de verla, inalterable,
igual a esa entelequia construida
adentro de sí mismo
que refleja la imagen proyectada,
la imagen cándida del tierno amante
hecha a imagen y opuesta semejanza,
como hace el poeta en el poema
que escribe cuando observa

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