Se me llenan de ángeles los dedos
Manuel del Cabral
SÍSTOLEHacerlo con lentitud, permitir que la mano reconozca la piel, tensa y tersa; dejar que la mano subibaje apretando el sitio preciso, masajeando el lugar adecuado. Los dedos hincar en el hinchado miembro; las yemas rozando el rocín robusto. Mano-garra. Mano-guante. Permitirle que cope desde el tronco hasta la cabeza; concederle que ocupe la penetradora carne, penetrándola; haciendo suave el movimiento que sube y enérgico el que baja. Mano-boca. Mano-vagina. Vagina no. Ninguna vagina tiene tanta sabiduría ni es tan fina.
He habitado una que se contrae apenas invadida; que pliega y despliega sus cálidas paredes humedecidas: capullo carnal palpitante que exprime el miembro extranjero, hospedándolo; y lo besa, lo muerde, lo soba, lo aprieta, lo roza; sus espasmos se expanden hasta involucrar el cuerpo todo y convertirlo en un gran capullo excitado, en una caverna maternal que abriga al otro cuerpo, al ajeno, prohijándolo con un beso absoluto y jugoso que termina en la saciedad. Boca de vivos labios ciegos, hijos del instinto, del placer desmemoriado, porque el cuerpo olvida y vuelve a beber al mismo manantial, el cuerpo; porque después del deseo está el deseo renovado o esa nada que asesina los besos: el hastío, y el hastío es hermano gemelo de la muerte. Labios enroscados pulsando la piel, inagotables labios incansables que parecen nombrar la muerte todo el tiempo; la señalan. Onda que se amplía, onda que se estrecha. Ritmo circular. Corazón del universo. Mas tal vagina carece de la aspereza y del vigor voluntario y versátil de la mano, ni tiene su entendimiento del placer ni su estremecimiento gozoso. Porque la mano conoce/reconoce, se mueve/conmueve, incita/excita.
Prefiere comenzar despacio: despierta y sacude, acaricia y aprieta. Cuando la erección se erige, la mano exige el auxilio de la memoria para que traiga sus imágenes, que las haga presente en instantes. Y ella habrá de buscar cuerpos y gestos para la excitación, para fortalecer las emociones que requiere el acto. Cuerpos conocidos, gestos descifrados. Porque la memoria no desnuda ningún cuerpo ni lo induce a posar ni le enseña movimientos ni lo ayuda a balancearse ni lo obliga a abalanzarse sobre el cuerpo contrario. No se apropia más que de lo que sabe propio, desdeña lo ajeno y peregrino, aunque pueda ser deseado y esperado. Recorre los besos hechos, recurre a las incursiones perpetradas, a las penetraciones ejecutadas; sorbe los olores conocidos, se sirve de los cuerpos domesticados. Por eso la mano y los recuerdos van de la mano, hermanados por la memoria; así, hacen lúbrica su labor y lúdicos sus músculos para fornicar mi cuerpo, y copularlo. Aunque lo intente, la memoria no puede satisfacerse con los cuerpos deseados pero desconocidos, ni puede satisfacerlos. Memoria desamorada, sin imaginación. Comodina memoria que se regodea en los territorios adquiridos, en los cotos y los coitos conquistados. Memoria lamedora de las viejas sales del placer regurgitado. Memoria inmóvil, dócil, imbécil. Memoria proyector, cámara inversa que rescata fotografías debilitadas que amenazan con desaparecer y sólo de este modo pueden ser devueltas a su magia de luces y grises; sólo así pueden recobrar sus contornos los cuerpos y sus líneas los miembros. Únicamente la mano permite el placer y el goce genuinos. Imbrica las imágenes, lubrica los tactos. Mano-vagina. Mano-boca. Mano-ano. Mano.
DIÁSTOLE
Inspiro, espiro, respiro, suspiro. Movimiento mecánico y frenético, gradualmente acelerado en proporción al clímax, a medida que avizora el placer más alto, inyectando/eyectando, mil gracias derramando, como bomba de aire que suspirara la carne para elevarla y lavarla, y, limpia, hacerla participar del espíritu. Mas él se opone a la carne aunque en ella se manifieste: le teme, le repulsa. Es grosera la carne, lo son sus placeres. Los líquidos eróticos asquean, las voces ensordecen, los gestos ofuscan, las posturas marean, el movimiento provoca, los besos abiertos mortifican, las palabras encienden, los tactos conmueven, la pasión inteligente contagia. A cualquier campeón de la decencia le ofusca su presencia y es capaz de escapar de sus dominios buscando la santidad en lo santurrón, la medida en lo mediocre. Se abstiene y obtiene placer como el que goza mirando la partitura sin conocer de solfeo. El hábil ritmo carnal lo espanta; es un vino que no escancia sin romper la copa casta de la conciencia. Desdeña la belleza de la cópula de artificio, domeñada hábilmente por la mano hasta hacer de ella un arte donde se es juez y parte.
Inspiro, espiro. Me tenso. Intenso es el centro del espejo donde me miro, fielmente distorsionado por el placer que la mano procura y que el alma requiere. Extenso es el tiempo justo donde se distiende el cuerpo y las neuronas atienden la energía generada. Respiro como si el alma hubiese bajado ya de su altar sagrado en pronto vuelo y dulce caída y todavía trajese lo sublime en las alas, y me contagiase de un misterio supremo. Porque el espíritu embellece lo que toca, hermosea lo que besa. Y mi mano su artífice es. Suspiro, me conmuevo, casi lloro, sollozo. Me solazo con la blancura entre los dedos: blanca sangre, néctar albo, agua cuajada, ambrosía albar que el tacto aroma; hostia líquida que prueba la presencia de lo sacro en la ceremonia solitaria; ofrenda delicada que la carne ofrece. Estar herido, sanar la llaga. Sólo por un momento, porque la llaga es ancestral y futura. Una herida donde todo el sufrimiento humano se ha empozado, y únicamente hurgando en ella se pueden mitigar sus hurtos y motivar fugaces hartazgos. Asir el alma por la carne y procurarse placer por lo sano, que es belleza, con la propia mano como quien se hace justicia, y dejar de preguntarse: ¿Por qué, pues as llagado aqueste corazón, no le sanaste?
(Las citas pertenecen a Juan de la Cruz, poeta y místico del cuerpo)
Octubre de 1994
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