viernes, 7 de agosto de 2009

LAS HUELLAS DE LA CHANECA

Sí, vamos a Juchitán;

pero a lo que vamos, vamos.

Corrido de Eristeo con Juan Ramírez

...y me clavó la mirada

cual piquete de alacrán.

Chilena de Ometepec

Aún punzan soles rojos en mi cuerpo y me dirijo al Caballo loco. He leído a Renato Ravelo, de La Jornada, y sé que allí puedo encontrar mujer humana, sacarla y llevármela a donde sea; aunque luego hayan de matarme —La Estancia no es mal pueblo para morir, menos a balazos—, al fin y al cabo por aquí anda Bucho Noyola que me puede componer mi corrido. Y si es así, espero que no se tarde en su componedera, como en el caso de Eudocio (y no Ambrosio) Pastrana, nieto de Porfirio Pastrana, el guerrillero de la brosa antigermanista o contralatifundista, cuya historia oral —de boca a oído— acaban de poner en CD Los Cimarrones.

Busco mujer humana, o sea negra sannicolareña, para anegar la cursilería de Chayanne, para olvidar que La Chaneca es el Diablo mismo aparecido como mujer apendejadora de hombres, en su eterno despropósito de ganarlos para el mal, a través de contactos indecentes, de violentas caricias, de coitos exquisitos, de promesas infinitas. Ni toloache ocupa la Chaneca para que la sigas, ni oreja de burro prieto usa para que le obedezcas: nomás se aparece y te mira, y te planta un beso en toda la boca, y su lengua escarba hasta en medio de la cordura. La Chaneca atutuña, te hace tutuñí, te hace biriñique. Y te sientes como los pobrecitos guachos que ya no jallaban qué hacer, que arrancaban pa’ las casas queriéndose defender: La Chaneca me buscaba/ como cosa de comer. Ni siquiera importa que mi animal sea onzoleón o tigre o alagarto o escribano: se sale vivo de ésta para andar acordándose de la maldad todo el día, y el deseo que permanece es vivir en la perversidad del placer, a costa de parecer negro sin traza, o sea cimarronés. Porque la maldición de La Chaneca es que no repite: “Solamente una vez amé en la vida”, calimbó en el cuerpo del Flaco Lara; y mi boca lo repite aún.

A falta de mulita del diablo tostada que nulifique la frescura del hechizo, el alcohol que purifique el placer, la música que hamaque los vaivenes, la mujer que destierre a la Chaneca; eso y más busco en el Caballo loco. Noche sin calor en SanNico. Muchos en la cantina; pero los pecadores nunca están completos, y penetro. Cuatro mujeres chelean en una mesa, a la espera de invitación. Pido una clara fría y un par de monedas para la cocha; que no se llena, me han dicho, pero no se trata de hacerla erutar sino de escuchar a Los Donnys. La moneda está en el aire, ávida se abre la ranura; que ejecuten el Corrido de Buenos Aires para estimularme la autoestima. Y alguien me da un jalón de camisa. Miro a mi lado a un negro que mide casi más de la mitad que yo. “Sieteverga”, pienso, “seguro este pendejo leyó las declaraciones de Francisco Lomelí y se creyó toda esa cuita de que los negros son violentos demporsí”. Pero el hombre dice conocerme y ser amigo de Rula, con quien se ha enfrentado en lides deportivas. “Tú eres Eduardo, tú no tienes traza. A tu hermano lo conozco, ese cabrón es perro, no chingaderas; lo que sea, lo reconozco”, en mientras pide las otras y nos sentamos ante la barra, frente a la Morena Virgen en negativo: lo rojo blanco, y lo blanco rojo. Y las muchachas riendo y bebiendo, esperando empedarse o que los clientes se empeden y se envalentonen para sacarlas a bailar o llevárselas al cuarto. Y Vito pide las otras, y cuenta que él sólo le entró a vender polvo en Carolina pa’ acompletar el sueldo; ahora tiene sus vaquitas y ya no quiere regresar, aunque eso nunca está definido para nadie. Los de SanNico van y vienen al norte como ir a por dinero al banco. Ahora, en Cuaji y SanNicolás la amenaza de la coca y del Sida ya golpea: corre coca güera y se vende más que el agua; el Sida es cosa común, aunque la enfermedad la atribuyan al sapo con la trompa cosida que encontraron enterrado en la puerta de entrada a la casa del difunto. Y ni Dios ni el Diablo tienen remedio para la sanación, aunque los brujos y curanderos se beneficien con la enfermedad; el médico queda al margen.

La cantinera arrejunta las sobrinas de las chelas en una botella para obsequiar al Amigazo que baila solito y su gusto, mostrando su mano despedazada... Y Los Donnys se despican la esperada: “lo andaban amenazando/ pa’ pegarle los mecates”. El cuerpo se envara pero se mantiene flexible, el cuero se eriza y la muerte entre las piernas se envara pero se mantiene al acecho. “¡Verga, hijoelaverga!”, grita Vito. “¡Verga, hijoelaverga!”, repito sin remedarlo. Me siento arrecho y ya no preciso de mujer, me quedo con el recuerdo de La Chaneca, mi amor por Lilith se empoza. En menos de segundos me olvido de la retórica y la poética: esa figura me apasiona: “pa’ pegarle los mecates”. Me callo las elucubraciones. Los mecates casi rozan mis brazos, aprisionan el cuerpo, inmovilizan mi entendimiento. Y el cimarrón se agranda desde adentro de muy adentro, revive dispuesto a morir o a matar. Ni de Ventura me acuerdo, el Macho Prieto, el marido de la Mula Bronca, el mataguachos famoso. “¡Verga, hijoelaverga!”, regrita Vito, y me da una palmada que me hace beber media clara en rapidito. Pero no me ahogo porque estoy dentro del enduto de La Chaneca, retándome con los dueños de los mecates. “¡Verga, hijoelaverga!”, retegrita Vito y me regresa la realidad. Lo chingaquedito aflora instantáneamente al instante: se me ocurre invitar a chelear en el Caballo loco a Gabriel Moedano, a Gutiérrez Ávila, a Lomelí, a Taurino, a todos los estudiosos del corrido y de la violencia de estos negros no afromestizos, malos como la rechingada madre del Diablo, que nacieron violentos porque esa es su naturaleza, porque ser negro es ser violento... El corrido es reflejo de la realidad. No entiendo por qué el corrido no florece en el DF, por ejemplo. “Salud, Vito hijoesiete”, le digo. “Tú no tienes traza, tú escribes libros, a mí no me haces pendejo”, me responde. Y pide a la cantinera que nos ponga un cartón enfrente para no andar molestándola.

Las muchachas gritan y brindan a la salud de amores fracasados. La arrechura me baja. El estilo huehueteco que reinterpretan Los Donnys nos regresa a los tiempos de la ley del arma, del valor del más cabrón. Pero en estos tiempos las cervezas se pagan con pesos y la fama no sirve para espantar. No hay clientes. Tampoco yo quiero ya ser cliente. Sospecho ingenuidad y monotonía en estas muchachas que se venden. Pasividad. Leobardo Marín, (a) El Disfrutoso, me he platicado todo sobre el arte de coger negras sannicolareñas; aunque su fascinación no me contagia. Será que el contacto con La Chaneca me ha pervertido, y ya desdeño a quien no sea Ella. Y abrimos otras chelas y entonamos otros corridos. En medio del Corrido de Eloy Torralba me asiste la lucidez al imaginarme a Sara Muñú increpando al marido por haber sido muerto: te muriste Eloy Torralba,/ te acabaste papacito; y me entero que nadie me dice papacito, que ya no me interesa encontrar mujer pa’ sacarla del Caballo loco ni llevármela a La Estancia donde me ha de matar su marido a balazos como si me llamara Eudocio, que ni siquiera se me antoja andar de boca en boca convertido en corrido interpretado por Ildefonso y Bucho, Los Cimarrones mentados, aunque sea negro por ser violento. Y hago caso al consejo que éstos dan: ya me tocó la de mala,/ ¡que me acabe de perder!, digo entre labios a La Gran Ausente, y sé que me oye. Vito, no muy de acuerdo, deja que me vaya en busca de sepa la chigada ónde anda La Cabrona, La Chaneca, El Diablo mismo en cuerpo de mujer excelsa, cruza de Huehuetán y Juchitán. Me espera el destino y no sé si regrese. El único dolor que me puede es no haber tenido cámara para fotografiarme y heredar a la posteridad un documento confiable, por si algún día un estudioso se interesa por las marcas que inflinge la Chaneca negra, émula de Lilith, la Desdeñada, la hija primigenia de Dios Padre.

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