domingo, 6 de abril de 2014

ENTRE HOMERO SIMPSON Y OTROS ERUDITOS


[Del bonito arte de tirar la neta y esconder la crítica]
27 de marzo de 2014
EDUARDO AÑORVE
CUAJINICUILAPA DE SANTAMARÍA, GRO.

El habla popular en lo que hago es inevitable. Yo no soy académico ni lingüista. Escribo como yo hablo. No veo porqué tiene que ser de otro modo. Así se ha hecho desde Cervantes hasta Ibargüengoitia. No sé si el habla popular le dé veracidad a un texto. Lo que sí creo, es que lo hace latir, le da vida a algo que en términos llanos está inerte. Es como la electricidad que intenta reanimar a tu Frankestein construido con palabras.

Paul Medrano,
a propósito de su novela Deudas de fuego


Los pedos, en la gorra
Del habla popular

cuídate de tus contrarios
y también de las calunias
que son más malas que El Diablo

Corrido Pedro El Chicharrón

1. Del no-erudito García Márquez
Cuenta la mitología que se ha ido construyendo alrededor de la figura de Gabriel García Márquez que cuando estaba escribiendo El coronel no tiene quién le escriba mandó a pedir a Francia todos los libros relacionados con los gallos –incluidos tratados técnicos, científicos y similares–, y que los leyó para tener todo el conocimiento posible sobre estos animales, toda vez que uno de ellos es pieza fundamental en esa novela. No quería ser un erudito, se sabe; y se cree: leer esos libros no lo hizo un erudito, pero sí denota que es o fue un escritor cuidadoso, que no quería cometer alguna pifia por ignorancia del tema.

También se sabe que esa novela es ficción, a diferencia de otras de él mismo; es decir, García Márquez leyó lo que podía sobre gallos reales no porque aspirara a escribir una novela realista o un tratado de realidad sobre gallos sino para tener todas las herramientas posibles para hacer ficción a partir de la anécdota de una pareja de viejos que, en medio de la miseria, cuidan un gallo de pelea, en el que cifran sus esperanzas de salir de pobres, cifrando así con ese diminuto acto las esperanzas de sus amigos. Es decir, García Márquez no lee todo ese chingo de libros para construir un gallo real sino uno ficticio, novelado pero verosímil.

Podríamos meter en este nidal los tantos enjuagues y menjunjes utilizados por Mario Vargas Llosa para escribir, por ejemplo, Las catedrales o La guerra del fin del mundo, pero ahí muere sobre el tema.

2. De las deudas de un crítico que no se mofa
David Espino publicó en estas páginas [Trinchera número 741, titulado El Paul paga sus deudas] un texto que leyó a colación de la presentación del libro Deudas de fuego, de Paulo Medrano. Allí ejerce el oficio de crítico, es decir, hace juicios sobre la novela:

Con Deudas de Fuego… percibo a un escritor maduro. Paul se ha apropiado de un estilo, es dueño de sus recursos. Se hace amigo del lenguaje y lo deja fluir, sin ripios. Y no lo digo como erudito, porque lo que yo tengo de erudito en estos menesteres esta ciudad lo tiene de mágica; lo digo como simple lector.

Y hace una distinción, precisa: no es erudito sino “simple lector”. Pero enseguida deja ese personaje e inmediatamente interpreta la intención del autor, se convierte él mismo en Paulo tal vez porque, como escribió líneas atrás, él es su maestro y él revisó esta novela antes de que fuera esta novela:

Recuerdo que me escribió y me dijo: “loco, dale una leída a esta madre y dime qué te parece. Pero urge, porque igual y me animo a meterla a un concurso en Tamaulipas”… Leí la novela, decía, porque cuando los pequeños saltamontes les (sic) piden consejo a sus maestros Zen, éstos (sic) no pueden responder con la grosería de: “¡tengo mejores cosas que hacer, muchachito!”.

Según Simple Lector, convertido de plano en Paulo,

Deudas de Fuego está hecha para la gente que lea por placer y no para leer entre líneas inconsistencias gramaticales, excesos de adverbios o adjetivos. No está hecha para eruditos porqué (sic) al fin y al cabo ¿qué escritor escribe para los críticos?

Aceptando que Simple Lector le dé en el clavo a Paulo y acierte en que Deudas de Fuego está escrita “para la gente que lea por placer”, noto un sesgo perverso que no deja de recordarme el síndrome del enamorado mamila que jura enamorarse de una mujer por sus bonitos sentimientos, como si no nos diéramos cuenta que la mujer tiene “unas pompas” que lo ameriten –y utilizo un término del habla popular, muy del estilo paulmedraniano, en vez del erudito, excéntrico, docto e ilustrado “culo”–. O dicho de otro modo: ¿Cómo vergas sabe el lector que esa novela le va a dar placer si no la ha leído? Digo, a menos que sea el papito que me enseñó a adivinar. O que lea la crítica que Simple Lector escribió, claro.

Luego, Simple Lector, en una especie de salto de la muerte, sale del agujero “erudito” para entrar en el agujero “crítico”, haciendo como si ambos fueran el mismo coño; además, ofrece un ejemplo de lo que es materia del erudito-crítico: “…leer entre líneas inconsistencias gramaticales, excesos de adverbios o adjetivos”. O sea, el crítico que se asume como Simple Lector sí sabe gramática, pero le hace lo que el viento al aire.

Por otro lado, en menos de once líneas y tres chelas Simple Lector ha olvidado que Paulo le pidió su lectura y su opinión, le pidió que la juzgara y que la criticara, porque era probable que sometiera la novela a un concurso en su natal Tamaulipas, es decir, para que la sometiera al juicio de los varios críticos que suelen calificar estos certámenes. Y Paulo la sometió, y ganó, porque esos críticos encontraron valores literarios o yo qué sé en ella, y la premiaron. Y le dieron una feria al Paulo. Y no creo que los críticos esos, quienes la encumbraron, hayan leído la novela por placer sino por oficio; tampoco creo que hayan dejado de fijarse en minucias como “…leer entre líneas inconsistencias gramaticales, excesos de adverbios o adjetivos”.

Dejando de lado estas tonteras que dice Simple Lector, veamos cómo vuelve a las andadas críticas y escribe

Es una novela policiaca cuyos personajes cobran personalidad propia [Nomás de mamón pregunto: ¿Y cómo explica, entonces, el choro de la personalidad impropia?]. El Paul los deja ser. Los crea y los suelta para que cobren vida...
Ésa es otra de las virtudes que veo en Deudas de Fuego: la atmósfera en que se desarrolla la historia…
Como la novela policiaca que es, Deuda (sic) de Fuego va aumentando de intensidad conforme va avanzando en sus 170 páginas…
Desde la parte media y hacia el final Deudas de Fuego mantiene al lector al borde de su asiento, con episodios y escenas divertidas, escatológicas y llenas de tensión. Tan inesperadas como los balazos que salen de todas partes, en esta ciudad, Plomosas. Tan impredecible como una ciudad de verdad, como Chilpancingo, aunque Deudas de Fuego, no lo olviden, sólo es ficción.

O sea, ejerce ahora su papel de erudito-crítico, aunque se llame modestamente Simple Lector. Además de que antes nos presumió su oficio: fue redactor en El Sur y en La Jornada Guerrero. Y también ahora lo es de Trinchera. Es decir, no es un improvisado “simple lector”. ¿O sí? Y eso sin echarle encima que también es escritor, o eso dicen. O eso dice. Por cierto, “mofa” es una palabra muy pero muy popular, de boca de lector simple, como aquel que fuma mafafa y se mofa de la fama.

3. Las manos en el escroto, para medir la leperatura literaria
Me agrada leer con los güevos en la mano para ver si la lectura altera su temperatura. [¡Ay! ¡Me salió el verso sin esfuerzo!] La neta de la neta-neta, leí ese primer capítulo de la novelucha premiada y mis güevos siguieron igual de frescos que al principio. Eso lo pudo haber escrito mejor Simple Lector, enjuicio. Pero ya lo dijo un amigo que sabe: “Yo no me creo mucho eso de los premios. Luego se los andan dando entre los cuates”. Y bueno, los cuates son como los güevos: un par de güevos dentro de un único y mismo escroto, y se sabe que Simple Lector y el Paulo son cuates, pues, así que es posible que se anden dando elogios mutuos. En fin, nada del otro mundo.

En realidad yo no sé mucho de novelas, si acaso lo que más he leído ha sido el silabario. ¿Novelas? Pos apenas sí Patricia Higsmith en ese género que el Simple Lector llama policíaco, en el que su creador, el tal Allan Poe Edgardo,

instaló tres elementos: el detective astuto; un amigo de pocas luces que lo acompaña y ayuda a dar brillo al investigador; una deducción larga, compleja y perfecta, sin fallas, a través de la cual se soluciona el caso planteado; y la indiscutible mayor inteligencia del detective sobre los investigadores de las corporaciones policiales

según Mempo Giardinelli. Y si aceptamos esto como verdadero, veremos que la novela policíaca se ha convertido en otra cosa y prescinde de todo lo descrito por Giardinelli. O eso dicen los críticos como Simple Lector, por ejemplo, respecto de la novela en cuestión.

Y no se mofen de mí si reconozco que la única novela policíaca que he leído tres veces es El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha: la primera, en 8 tomos, del inefable Rodríguez Marín, en Espasa-Calpe, propiedad de alguna universidad chilanga; la segunda, leída por obligación de mi oficio de criticador de libros y otras estalactitas y estalagmitas, en la galimática edición del padre del actual secretario de Cultura [la primera edición del siglo XXI, la llamaron], en la que casi casi se consigue el propósito en que falló Pierre Mènard sin que nadie se mofara de él, como bien sabía el cegato de Jorge Luis. La tercera ocasión fue la lectura de los 4 últimos de los 8 tomos mencionados (son los únicos que poseo, ahora en propiedad propia). Con esos no-eruditos conocimientos puedo decir que leí el primer capítulo reproducido y afamado por Simple Lector y mis güevos no sufrieron cambio alguno en su temperatura. O sea: no pasó la prueba ese primer capítulo, no me catapultó hacia delante como para tener curiosidad y seguir leyendo aunque fuese por morbo. Aclaro que esta inapetencia mía no debe achacársele al bueno del Paulo ni a su novela, sino a cierto estado mental mío, que obedece a un imperativo de William Faulkner. Y nomás por presumir diré que mi temperatura testicularia sí se alzó cuando leí el primer capítulo de Redobles por Rancas, del peruano Manuel Scorza, quien falleció a los 55 años, dejando 6 noveluchas de a libra; y murió cuando el avión en que viajaba cayó a tierra –allí también viajaba el ojotón de Ibarguengoitia, otro santón.

Y ya de salida de este capitulillo diré que en el tal primer capítulo de Deudas de fuego no encontré a personaje alguno, sino a un remedo de personaje que habla como dice Paulo: “Escribo como yo hablo. No veo porqué tiene que ser de otro modo”. O sea: todos los personajes son yo. Y sí, vemos al Paulo hablando sobre un tal Pedro El Chicharrón, pero no vemos a Pedro El Chicharrón hablando y siendo él. El Paulo dice, por ejemplo, que lo mandan a matar a su mejor amigo, pero de su dicho no ofrece más prueba de esa amistad que que le contaba chistes. Uno sospecharía que entre malandrines de esa calaña (que se la miden entre ellos no para ver quién la tiene más grande sino para ver si el otro tiene güevos) una prueba de amistad es ir a matar juntos, hacerse el paro para despachar al más allá al enemigo del otro, y viceversa, o algo así, pero eso de que se cuenten chistes de Polo Polo como evidencia de que son muy amigos y muy malos suena francamente a mamada, y de las malas. Tampoco encuentro en ese primer capítulo a esa ciudad-atmosfera de la que tanto habla Simple Lector. ¡Lastima por mí, que apenas me encontré una anécdota embozada, o el huevo de una anécdota en ese capitulito!

Y Simple Lector desdeña que la existencia de “inconsistencias gramaticales, excesos de adverbios o adjetivos” en un texto incida negativamente en su disfrute, pero, ¿cómo cree que se percibe o dónde cree que se percibe el estilo sino en las palabras que el autor elige y el modo y el orden cómo las coloca para expresar lo suyo? Si Paulo tiene estilo, como asegura, éste se nota en ellas, las palabras, las frases, los párrafos, no en la anécdota, pues. No en el qué sino en el cómo. En literatura, y en el periodismo, el fondo y la forma no se separan, no existen cada cual por su lado. Peor tantito, un editor, un escritor, hasta en medio de la mejor borrachera de su vida puede darse el lujo de desdeñar la gramática, sí, pero en su redacción, en su práctica, en los hechos, no; hacerlo es una soberana mamada de escroto ajeno.

4. Del erudito Homer J. Simpson
Homero y su hijo adoptivo están viendo las estrellas. El niño le pide:
–Dime más, quiero conocer todas las constelaciones.
Homero responde:
–Bueno, ésa es Jerry El Vaquero –señalando un grupo de estrellas–. Y eso que parece una sartén es ¡Micky!... El Vaquero.
Y bebe de su vaso. El niño le dice:
–¡Ah, papá Homero, eres un erudito!
Homero se ríe y lo corrige:
–Eructito, hijo, se pronuncia eructito.
El niño le dice:
–Te quiero, papá Homero.
Homero le corresponde:
–Yo te quiero a ti, Pedro…
–¡Pepe!
–Pepe…

NOTA: ESTE TEXTO DEBIÓ PUBLICARSE EN EL SEMANARIO TRINCHERA, SIN EMBARGO EL CONSEJO EDITORIAL DECIDIÓ QUE INCUMPLÍA CON LAS POLÍTICAS EDITORIALES, POR LO QUE NO FUE PUBLICADO. ANTE ELLO, ESTE ESCRIBANO DECIDIÓ DEJAR DE ESCRIBIR PARA TRINCHERA, POR MERO RESPETO DEL PROPIO TRABAJO, EN EL QUE SE PONE INTELIGENCIA, RESPONSABILIDAD, SENTIDO COMÚN, SENTIDO DE PERTENENCIA A ESE GRUPO, ETC.

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