para las almas es muerte
convertirse en agua
Heráclito El Oscuro
–TENGO SED –digo.
Deja caer el cántaro y acaricia mis cabellos. Sobre sus restos nos abrazamos. La empujo y continuamos caminando por en medio de la vereda. Los perros ladran; vemos las últimas casas de jaulilla: nadie a la vista, mas sentimos ojos encima. Camino detrás suyo. El sol de las doce está pendiente de nosotros. Nada se mueve. Se enrarece el aire y le da claridad al cielo. Un fino polvo caliente nos acompaña los pasos. Las plantas de los pies son mordidas por las piedrecillas y el calor. La abrazo y mordisqueo su oreja, le lamo el cuello.
A la altura de la loma topamos con una punta de guajolotes. Remedo su canto y todos responden. Los arreamos en sentido contrario y se desbandan, arrastrando las alas con elegancia y polvo. Caminamos mirando los campos: en otra época hay maíz, ajonjolí o jamaica; hoy ni las palmas verdean. Todo es de polvo, hasta las palomitas que pasean por la gramilla reseca y los dragos donde los zopilotes cabecean. Nada, ni las lagartijas, se mueve. Caballos, burros y vacas también son de polvo. Señorean los cubatos, las malvas, los aguatosos, los espinos.
–Tengo sed –repito.
Se vuelve, me ofrece sus labios. Los beso con impaciencia, con ganas de morder; están salados y calientes.
Hemos bajado a la hondanada del arroyo. Nos detenemos en la arena quemante. Escarbo. Se me escaldan las manos. Nada de humedad. Me quito la camisa y la cuelgo en el hombro. Ríe, divertida. La estrecho entre los brazos y nos besamos con larguedad. Se pega como ropa mojada al cuerpo. Sudamos.
Subimos el cerro. Escasean los cubatos y los espinos; los dragos abundan. Nos detenemos a mirar iguanas asoleándose, que nos miran quién sabe desde cuándo, desde las piedras fracturadas. Cogemos pedruscos para ahuyentarlas; no acertamos a ninguna ni logramos espantarlas. La abrazo y la aprieto. Mira mis ojos.
–Tengo sed –insisto.
Cierro los ojos y busco su cuerpo. Sobo, palpo, fricciono, aprieto, pellizco, araño, muerdo. Un leve viento mueve el aire.
Descendemos, ya cerca del remanso. La vegetación compone su verdor. Corto un ramo de chuchuca y se lo ofrezco; lo acomoda en su cabello. Trotamos cuesta abajo. Se detiene. Me señala unas limas. Me deslizo bajo el corral. Corto las maduras y se las aviento. Regreso al camino. Mete algunos gajos en mi boca. Los muerdo y le succiono los dedos, le ensalivo las manos. Se suelta y corre. A su paso vuelan pájaros y polvo. Ha llegado hasta los mangos. Apresuro la zancada. Se desvía de la vereda y se mete entre las palmas y los tamarindos. La alcanzo dentro del agua.
Rodeados de lirios, le beso los labios; tengo las manos tras la espalda, agarradas. Me abraza y estrecha con fuerza. Las manos se sueltan y la toco. Aventamos la ropa hacia la arena y penetramos más. El agua llega casi a los hombros.
–Tengo sed –musito.
Nos unimos totalmente. La corriente nos arrastra un trecho. Me anclo. Uñas en la espalda.
–Tengo sed.
El agua insiste en arrastrarnos.
–Me derrito –dice–, me convierto en agua, soy de agua, me estoy derramando.
El agua nos arrastra.
Febrero de 1993
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