jueves, 31 de marzo de 2011

Para una hermenéutica de Brillas linda, con música apretada


quiero que escuches mis humildes palabras

Bertín Gómez

Para Fer, El Cachalote Orgiástico (por Drexler, y la pasión)









A mi amigo recién llegado de Italia, con tesoros no de oros en las petacas de guardar, lo atacó y deseminó el desnivel cultural o la otredad cultural cuando invitó a hermosa negra culilínea y criolla y carilinda, de las de rizos apretados, a degustar un vinillo rojo de aquellos ultramontanos ultramares [¡un tesoro de muchos euros de peso!, un tesoro para el paladar y el espíritu], y al intentar ingerirlo ella escupió, al primer sorbo, sorprendida de tan mal trato de uno su enamorado: ¡Estaguadjamaica llestechadaperdé! ¡Mequieréjenvenená!, escupiéndolo y madrechigándole, al vino y a mi amigo, aunque este gerundio en mente y sin voz. Tanchulaquestá ytanpendejaques, pensó en mal cuijleño, casi achilangado, mi amigo. Y el amor se le salió como un pedo, a mi amigo: rápido y furioso. Tal vez hasta pestilente, pero como no lo olfateé, en tema de esos aires, mi opinión es neófita e impropia, y no científica, motivo por el cual puede descalificarse con ipsofactitud. Detengo el tecleo y me perfumo el espíritu y la boca con un de luxo y luxurioso trago de un “fino” bucanero inglés, y mi memoria sigue aborreciendo, inexorablemente, el crimen del descubrimiento de este mundo y de otros mundos no considerados como mundos por quienes intentaron inventariarlo y calimbarlo, y sus riquezas –sí de oros y metales y piedras y óleos– desde su inmundo mundo, sin conseguirlo. Aguantar por resistir. Como vivir, y estar vivo, y en viviendo, y en consciencia de lo en viviendo [o inconsciente, qué más da]. O ser, así, sin más, ser, siguiéndose desde algún instinto profundo. Ser, y ya, sin justificarse, para terminar siendo más: un ser que resiste desplegándose, viviendo con placer y pasión su obscura raíz y su grito enmarañado, pariendo su ser, creando, enriqueciendo el mundo, y no con riquezas de dineros sino de palabras, de imágenes, de ritmos, de saberes, de movimientos, de visiones. Debería llorar, pero un amigo mío, urvanero de profesión, se pondría a llorar conmigo, teniendo un cartón de chelas como centro del universo, para darle cuadratura al cosmos, aunque no reconozca saber llorar. Mas, ¿quién soy yo para pervertir a un urvanero? En realidad, estoy al borde del llanto, de las lágrimas, sin tener dónde encharcarlas. Maldito Jorge Drexler, quién quiera que seas. Y ni siquiera las hagas tuyas, sólo escúchalas, quién quiera que seas.

Este poeta es un maldito, decía Ricardo Castellanos, luego de leer un palabrístico juego en poema malicioso (erótico y pornográfico, a dos manos), escrito por este escribano de novena y a sueldo pero no de poeta, y el cabrón de Werner Herzog acaba de hablar en este país sobre los poetas Juan Rulfo y Luis Buñuel, y entiendo que la poesía es una habitación, una piel, un aire donde respirar la vida y su dulzura, la vida y su dolor, un mar de ternura para agradecer la gota de ternura, a pesar del mar de amargura recibido, hermano Porchia. La poesía no es sólo un arma cargada de futuro, amigo Gabriel. Padre, de grande quiero ser poeta, pude haber dicho en mi mocedad, pura y e ingenua como esta pasión, pero el miedo a la respuesta me aticuñó la boca de silencio, sin guardar cuidado, por instinto, ignorante del adagio: Cuidaoquelabocaesarma. Poeta y puto: esas delicadezas no son de hombres. Y un violín de una sola cuerda orquesta el signo y el atraso, escribió el poeta de novena, y el maestro Pacheco pensó y dijo o rotuló –imagino–: Ese poeta sí es poeta. ¡Abracadabra, la palabra! Ha de haber un cacao, manquesea, en esas letras, ha de haber pensado el rabioso y sabio maestro Pacheco, extendiendo el flamígero índice para ahora no incendiar el desastre, sino para extender certificado de compañería poetril.

Y ahora voy por un árido coñaço franchute –trago a trago porque las tripas se hacen coca–, yo, admirador del esclavista de Prévert, quien compra cadenas para su amor inexistente, para aderezar su regalo de flores; yo, enamorado de Brêl, el de la sombra del perro suyo que ni siquiera puedo ser y quiero serlo: la sombra de tu perro. Quién quiera que seas. ¿Adivinaste? Y ya llevo dos vicios de escritura seguidos, o cerquitas [chilango dixit], e incompetente me asumo para no enviciarme. Desquiero a mi maestro, el de las antiparras, el excelso don Francisco: hallarlo limpio y encajarlo justo:/ esto es amor y lo demás es risa, me asegura, el cínico, el inmoral, el amoral, el valeverguista, el precioso dueño de las palabras verdaderas, el ijoeputa de don Francisco de Quevedo y Villegas, flor y mierda de la poesía del mundo, padre y madre de poetas de quinta y de novena, más padrastro que padre, más madrastra que madrina –y voy por el tercero y por el cuarto–, puto que de putas fía y de sus gustos apetece, el puto enamorado. Yo me llamaba tomé y ella Francisca del Puerto. Y no sé cómo repelarle, al maestro Quevedo, chanza, pero no pesada, –tan imberbe y sin chiste poetita, yo, este escribano en terapia de choque, porque si se muere el perro se acaba la rabia, y luego no hay a quien echarle las pulgas encima ni comezón por rascarse– sin aludir a su gemelo precioso, Lope de Vega, el impasible y docto, y dar la vida y el alma a un desengaño, que sólo quien lo probó lo sabe. Y ya acompleté los seis, aunque el olor a tocino quema mi olfato poetastro y no he de quedarme con ganas de las bellaquerías/ detrás de la puerta, don Luis, el tercero de este terceto de la excelsa triada.

No he leído el Tractatus de Wittgenstein ni pienso darme con cacalotetl –piedra negra– en boca, ni menos recetarme el tercer trago aunque sea de saliva, a pesar de los consejos de Nicanor; más antes quiero desbocarme para dejar asentado que terminé poetastro y puto. También en soledad de amor herido, me repela el hermano Juan de la Cruz, y le respondo, con palabras suyas, de su boca espirituosa y profana: ¿Por qué, pues has llagado/ aqueste coraçón, no le sanaste? ¿…y no tomas el robo que robaste? Vade retro, santo zonzo, con todo y tu hada madrina de malos hábitos y peores habitáculos. Quién quiera que seas. En las afueras de mis audífonos los vecinos se ufanan en hacer estallar las bocinas de sus “estéreos” con imbéciles y efectivas músicas del cuerpo, pero inmóvil soy y estoy ante la provocación de lo real, y Greasy Love Songs engrasa mis neuronas para reírme de los serios asuntos humanos, como hizo Frank Zappa, el extinto ministro de cultura de algunos de esos países europeos. No me cago de risa, no: sonrío con sorna, sorbo con humor y dolencia a un tiempo esas expresiones, y aprendo en cabeza ajena. Ahora extraño el improbado aroma y la color del tinto derramado en balde, escanciado en vago, degustado por hostiles papilas gustativas, que mi amigo, recién llegado de las Italias ultramarinas en raudo vuelo, invitó a preciosa cuijleña que desdeñolo (y sumo siete u ocho o nueve, ¿quién los cuenta?). Pero esa historia ahí termina, sin moraleja: reclama mi atención un textículo por escribir intitulado Parábola del hombre que sabía coger, e inventariar los muertos del día. Y no son diez, que éste no cuenta.

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